Alberto Navarro Mojica

TU CONCIENCA
ALBERTO NAVARRO MOJICA
(México 1964)
El camión se detuvo frente a un arco en el cual se puede leer con dificultad: "Bienvenidos a Santa María, cuna del Rebozo".
Miguel dejó el pueblo hace muchos años y hoy, emocionado y nervioso, volvía a su lugar de nacimiento. Tuvo que bajarse ahí, a la entrada del pueblo. Según el chofer, los autobuses hace mucho que dejaron de entrar, porque se trata de un pueblo abandonado.
Pensativo por el comentario del chofer, el recién llegado tomó rumbo al pueblo. La calle principal se encuentra en un estado deplorable. Durante el trayecto de la entrada al centro, nota que las casas tienen un aspecto desolador y parecen desiertas. Se pregunta si es verdad lo que le comentó el chofer. Intrigado, llega al puente principal, en otros tiempos orgullo de los habitantes de Santa María, tanto así que el gobierno municipal lo declaró "patrimonio arquitectónico". Fue construido en 1844 para unir las dos partes del pueblo divididas por el río que solía desbordarse en tiempos de lluvia. Miguel se detiene y lo observa sorprendido. Su amplitud y solidez, junto con la herrería artística forjada por los habitantes del pueblo, habían sido testimonio de elegancia, pero ahora está oxidado, deteriorado y totalmente en ruinas. Da la impresión de que pronto colapsará.
Inseguro, decide bajar por la pendiente y atravesar el río que hace muchos años era una fuente de belleza natural y fluía majestuoso. También fue un lugar de diversión y aventuras para los más jóvenes, sobre todo para los alumnos de la secundaria técnica, ubicada a las afueras del pueblo, que solían acudir al río después de clases, especialmente en los cálidos días de verano, cuando el sol brillaba en lo alto y el agua fresca invitaba a sumergirse en sus profundidades. En aquellos tiempos, el río estaba lleno de vida, y a lo largo de sus orillas crecían árboles frondosos, sobre todo nogales, que proporcionaban sombra y un ambiente tranquilo para los estudiantes. Los adolescentes compartían risas y recuerdos mientras disfrutaban del recorrido a lo largo del río. Sin embargo, con el paso de los años, algo comenzó a cambiar. El río que una vez fue sinónimo de vida y diversión se fue secando lentamente. La falta de lluvias y la explotación irresponsable de sus recursos hídricos comenzaron a hacer estragos en su caudal. La vegetación que alguna vez floreció en sus márgenes empezó a marchitarse, y los peces desaparecieron gradualmente.
Para los estudiantes de la secundaria, esto fue una pérdida dolorosa. Ya no podían sumergirse en las refrescantes aguas del río ni explorar sus orillas. La naturaleza que habían conocido y amado durante tanto tiempo estaba desvaneciéndose ante sus ojos. A medida que los años pasaron, el río se convirtió en un lecho seco y polvoriento, un recordatorio melancólico de lo que solía ser. Los alumnos, como Miguel, que alguna vez nadaron en sus aguas, se graduaron y se mudaron del pueblo, llevando consigo los recuerdos de los días felices pasados junto al río.
Miguel sube por uno de los angostos callejones del pueblo, sonríe al recordar que en su juventud fueron lugares de amores clandestinos. Refugio para jóvenes parejas que se aventuraban en la oscuridad en busca de un rincón íntimo donde sus corazones pudieran abrasarse sin pudor, y sus almas hablar en susurros, lejos de las miradas curiosas y las preocupaciones del mundo. Son varios callejones, todos estrechos y sombríos, que desembocan en el río; también testigo silente de amores secretos y promesas incumplidas. Hoy en día, los callejones que alguna vez fueron lugares de encuentro romántico han sido reclamados por la naturaleza. La maleza crece sin control, ocultando los rincones, testigos de besos robados y abrazos apasionados. Los callejones han perdido su encanto romántico, transformándose en un laberinto intransitable de maleza y raíces retorcidas. Están envueltos en un manto de silencio y abandono. Sin embargo, los recuerdos de los amores secretos y las promesas de juventud perduran en las historias que Miguel y sus amigos suelen contar en ese lugar tan lejano del que hoy vuelve.
Con dificultad atraviesa el callejón y llega al mercado municipal, sin duda el lugar más visitado de Santa María hace algunos años, ahora, como todo lo que ha visto Miguel, yace abandonado. En su apogeo, solía ser un lugar bullicioso y vibrante, lleno de colores, olores y sonidos que reflejaban la rica cultura local. Hoy en día, las cajas de madera que orgullosas albergaban frutas frescas, verduras, hierbas y productos locales yacen destrozadas y dispersas por el suelo. La madera, una vez robusta y colorida, ahora se ve desgarrada y descolorida, como fiel testigo de años de abandono. En lugar de las risas y las conversaciones animadas de los comerciantes y sus clientes, el mercado ahora está dominado por miles de ratas que buscan comida entre los restos. Sus pequeños ojos brillan en la penumbra mientras se mueven sigilosamente, sus chillidos reemplazaron el bullicio alegre que alguna vez resonó entre sus paredes. Los puestos de venta, llenos de vida y color, ahora son poco más que esqueletos oxidados de metal, madera y tabiques destrozados. La pintura se ha desprendido de las paredes y los techos, revelando las cicatrices que la muerte lenta del abandono ocasiona con el paso del tiempo. La construcción que una vez fue el corazón latiente de la vida local se ha convertido en un símbolo sombrío de la decadencia y el olvido.
Sin comprender lo que pasa, Miguel llega al centro del pueblo; compuesto por la iglesia, el atrio, el jardín y la presidencia municipal. Mira sorprendido a su alrededor, le cuesta creer lo que está viendo: la belleza y el resplandor de una época pasada han sido devorados por el implacable paso del tiempo, el abandono y la acción de la naturaleza. Las casonas coloniales que alguna vez fueron el orgullo de la comunidad aún se yerguen orgullosas, aunque apenas se mantienen en pie, pero no será por mucho tiempo, pues las vigas de madera que las sostienen parecen desmoronarse en cualquier momento. Sus fachadas, a pesar del desgaste ocasionado por la erosión, las enredaderas y el musgo que las cubren, revelan detalles ornamentales que en su momento debieron ser impresionantes, como balcones de hierro forjado y marcos de ventanas tallados a mano, que hoy cuentan historias de años pasados.
Miguel voltea hacia la derecha y ve el atrio que al igual que todo lo que lo rodea, ha sucumbido al implacable paso del tiempo y el abandono. En su cabeza, los recuerdos de juventud fluyen como la maleza que se ha adueñado de los caminos que alguna vez presenciaron pasos apresurados hacia la iglesia. Las bancas de cantera rosa destrozadas yacen dispersas por el suelo. No obstante, en este lugar persiste algo que se niega a desaparecer, que desafía la soledad y resiste estoicamente el abandono que ha consumido su entorno: ¡Un muro! Este muro se alza erguido y orgulloso, como un símbolo eterno y silencioso de la inquebrantable amistad de ese grupo de amigos que solían utilizarlo como su punto de encuentro, lo llamaban "La bardita". Permanece en pie, resistiendo con tenacidad los embates del tiempo, como una fuente inagotable de recuerdos, como si estuviera imbuido de la energía, las risas y las conversaciones que alguna vez resonaron en ese rincón.
La bardita guarda secretos, palabras y nombres grabados con el paso de los años, testimonios silenciosos de las vivencias compartidas por ese grupo de amigos. Cada piedra parece conservar el afecto y el cariño que allí una vez se dispensaron. Se mantiene con la dignidad de un guardián leal, protegiendo los secretos de esos jóvenes que solían convertirla en un santuario de risas y camaradería en sus tardes de chascarrillos y bromas interminables. Aunque el tiempo ha avanzado y la vida los ha llevado por diferentes caminos, La bardita sigue allí como un recordatorio tangible de que la verdadera amistad nunca se seca ni desvanece.
Sin importar el paso de los años, La bardita espera con paciencia el regreso de aquellos amigos. Segura de que, tarde o temprano, volverán, permanece como un faro de esperanza dispuesta a guiar su regreso. Y cuando finalmente vuelvan para abrazar ese rincón de su historia compartida, La bardita estará allí, como la amistad de esos jóvenes: firme y resistente, lista para recibir a sus amigos con los brazos abiertos y el corazón lleno de recuerdos.
Durante su recorrido Miguel pasó por la iglesia con su cúpula elevada, se alza en silencio, como un testigo olvidado del tiempo que ha pasado. Su fachada, una vez majestuosa, ahora está desgastada por los estragos del abandono y la falta de cuidado. Muestra grietas y desprendimientos, mientras que la hiedra trepadora ha comenzado a cubrir partes de sus muros de piedra grisácea. El campanario, símbolo de llamada para reunir a los feligreses, se yergue desnudo, sin campanas que repiqueteen en sus alturas. Las cuerdas que solían tañer han desaparecido hace mucho tiempo, y el viento susurra a través de las vigas vacías en su lugar. El reloj que solía marcar el tiempo para los fieles ha quedado inmóvil, sus manecillas congeladas en un momento eterno que ya no tiene significado. En el interior de la iglesia, las palomas han encontrado refugio y han dejado su huella en cada rincón. Sus excrementos cubren el suelo de madera desgastado y han manchado las imágenes religiosas que alguna vez adornaron las paredes. Los bancos de madera, en otros tiempos llenos de fieles devotos, están ahora cubiertos de plumas y suciedad. Las palomas han incluso colonizado el altar mayor. Sus nidos y sus gorjeos llenan el espacio donde solía llevarse a cabo la misa, y las imágenes de santos y vírgenes están casi irreconocibles bajo las capas de suciedad y excremento. Las ventanas de vidrieras coloreadas, que en sus mejores tiempos proyectaban rayos de luz divina, ahora son huecos llenos de telarañas. La luz del sol se filtra a través de los agujeros que han dejado los cristales rotos, creando un ambiente triste y melancólico. La iglesia, símbolo de fe y esperanza, ahora es un recordatorio silencioso de los tiempos que han pasado. El sonido del viento susurrando a través de las grietas y el suave arrullo de las palomas son los únicos sonidos que rompen la paz en este lugar del cual incluso Dios se ha olvidado.
Entre la presidencia municipal y la iglesia, se encuentra el jardín Hidalgo, que alguna vez fue un oasis de serenidad y belleza. En lugar de esparcimiento para los pobladores, se ha convertido en un santuario para la naturaleza salvaje. La vegetación ha reclamado su espacio con avidez. Los grandes nogales que siguen proporcionando sombra fresca a nadie han crecido desenfrenadamente, sus ramas extendiéndose hacia el cielo son un testimonio de la fuerza de la naturaleza. Las hojas, cafés y secas que caen cada otoño, cubren el suelo como una alfombra natural, formando un manto que oculta los pasillos de piedra que alguna vez fueron transitados por visitantes curiosos. Entre las ramas de los nogales, los pájaros han encontrado refugio y han hecho de este jardín su hogar. Sus cantos alegres llenan el aire, acompañados por el suave susurro del viento que acaricia las hojas. Mariposas revolotean de flor en flor, mientras abejas zumban con diligencia entre las numerosas flores silvestres que han florecido sin restricciones. En medio del jardín, muy poco queda del quiosco central construido en hierro forjado, que sustituyó a los dos anteriores de cantera rosa, fue hace mucho un lugar de encuentro y conversación, ahora se alza como monumento a un pasado olvidado. El óxido ha dejado su marca en sus estructuras, y las enredaderas trepan por sus columnas, como si quisieran revivirlos con su abrazo verde. La vegetación crece sin control por todos lados, muestra palpable de que la naturaleza ha recuperado lo que alguna vez fue suyo, transformando el lugar en un remanso de vida salvaje en pleno centro del pueblo. Aquí, el tiempo se ha detenido, y el jardín de grandes nogales sigue esperando paciente para contar su historia silenciosa a aquellos que se aventuren a adentrarse en su mundo encantado. Los bancas de madera, ahora cubiertas de musgo, permanecen vacías, esperando en vano a los visitantes que nunca más llegarán.
Miguel, melancólico y triste por lo que está viviendo, continúa su recorrido. Se detiene frente a la presidencia municipal. De pronto se sobresalta al escuchar una voz. Se trata de un anciano, viste humildemente, con ropas que cuentan la historia de años vividos y experiencias acumuladas. Sin duda alguna personifica la esencia de la sencillez y la sabiduría. Su sombrero, desgastado por el tiempo y el sol inclemente, es su fiel compañero, protegiéndolo de los elementos mientras marca su distintiva figura. Miguel no logra reconocerlo, sin embargo, lo escucha con atención:
—Este emblemático edificio, en mis tiempos, fue un faro de esperanza y progreso para todos los habitantes, pero nunca nos iluminó y el progreso nunca llegó. Al contrario, en un giro trágico de los acontecimientos, se convirtió en el epicentro de la decadencia y la corrupción. Fue utilizado como una madriguera de políticos corruptos que abusaron de su poder de manera despiadada. Los líderes electos, quienes deberían haber sido guardianes de la justicia y el bienestar, se convirtieron en cómplices de una trama siniestra que socavó los cimientos de nuestra sociedad. Se enriquecieron de manera ilegítima a expensas del pueblo que los eligió con la esperanza de un futuro mejor. Los recursos públicos fueron desviados hacia sus bolsillos, mientras las necesidades de la población eran ignoradas y desatendidas.
El anciano mira a Miguel y le sonríe y guarda silencio, mientras con un gesto lo invita a un paseo por el salvaje jardín. Caminar junto a él es como dar un paso atrás en el tiempo, un viaje a una época en la que las cosas eran más simples y las preocupaciones menos apremiantes. Su rostro arrugado y curtido por la vida está adornado por una sonrisa que parece haber sido esculpida por la misma serenidad que emana de su ser. Es una sonrisa que ilumina su mirada y que, a su vez, ilumina el corazón de quienes tienen el privilegio de cruzar su camino. Sus huaraches desgastados golpean el suelo con un ritmo pausado pero constante, como si estuviera en sintonía con los latidos de la Tierra misma. Cada paso que da es una lección de humildad y conexión con la naturaleza que se ha apoderado del pueblo. A pesar de su modesta apariencia, cada palabra que pronuncia es un tesoro de conocimiento acumulado a lo largo de los años. Sus palabras son muestra de la sabiduría que atesora y comparte generosamente. Su voz, suave y tranquila, tiene el poder de calmar las almas inquietas y de infundir esperanza en los corazones cansados. El anciano se detiene bajo la sombra de un nogal centenario. Allí, rodeado de la naturaleza. Miguel lo mira fascinado, parece que el anciano se funde con el entorno, como si fuera parte integral de la tierra misma. En este anciano vestido humildemente, de sombrero y huaraches, Miguel encuentra una lección de vida invaluable. No puede evitar sentir una profunda gratitud por su presencia.
El anciano mira a Miguel, asiente con la cabeza y reinicia el paseo:
—Lo peor vino después, cuando el gobierno se coludió con ladrones, extorsionadores y asesinos, dejando un rastro de destrucción y muerte. La extorsión y el abuso de autoridad se convirtieron en una práctica común, con los delincuentes políticos amenazando a los ciudadanos y a los empresarios locales con represalias si no cumplían con sus demandas. Quienes se atrevían a denunciar estas acciones delictivas se enfrentaban a represalias y persecuciones implacables. La impunidad reinaba, y la ley era un instrumento manipulado por estos políticos sin escrúpulos, para su propio beneficio. Con el tiempo, la situación se volvió insostenible y muchos decidieron emigrar en busca de una vida mejor en otros lugares. El pueblo, con el paso de los años, quedó empobrecido y desolado. La presidencia municipal, que debería haber sido un símbolo de orgullo y representación de la democracia local, se convirtió en un símbolo de opresión y abuso. Los pocos habitantes que no habían abandonado el pueblo vivían con miedo constante, temiendo por su seguridad y la de sus familias. Finalmente, los negocios cerraron, las familias empacaron sus escasas pertenencias y se marcharon, y el pueblo quedo desolado como lo ves ahora.
El anciano, sin detenerse, dirige la mirada hacia el suelo y de nuevo guarda silencio. Miguel lo observa impaciente. De pronto, el viejo lo mira, la sonrisa no ha desaparecido, pero ya no tiene el carisma del principio:
—Pero déjame decirte lo más importante. Este pueblo está en ruinas y abandonado, cierto, pero no todo es culpa del gobierno; más bien, el motivo principal del colapso fue el desinterés y la pasividad de sus propios habitantes. Con nuestra cobarde actitud, le dimos al gobierno el poder suficiente para apoderarse de nuestras vidas y dejar a nuestra comunidad en la más profunda desolación. Hemos preferido callar, ignorar o, en el mejor de los casos, tomar el camino de la salida para evitar problemas. Hemos olvidado nuestra responsabilidad como ciudadanos y hemos permitido que la corrupción y el abuso de poder florezcan. Hemos abandonado a Santa María en todos los sentidos posibles, y el resultado es este pueblo desolado y arruinado que ves hoy.
El anciano se detiene y mira fijamente a Miguel, como si tratara de transmitirle una verdad que ha llevado consigo durante mucho tiempo.
—Pero aunque este pueblo esté en ruinas, aún queda una oportunidad para redimirnos. Podemos reconstruirlo, no solo físicamente, sino también moralmente. Podemos aprender de nuestros errores y enfrentar la corrupción y el abuso de poder con valentía y determinación. Podemos recuperar nuestro pueblo y devolverle la vida que una vez tuvo. Pero para hacerlo, debemos ser honestos, justos y estar dispuestos a actuar y a asumir la responsabilidad de nuestro propio destino. Debemos unirnos como comunidad y trabajar juntos para construir un futuro mejor. ¿Estás dispuesto a ser parte de esa transformación?
Miguel, conmovido por las palabras del anciano y la visión de esperanza que ha compartido, asiente con determinación. El anciano sonríe con satisfacción y continúa caminando, con Miguel siguiéndolo de cerca. Mientras avanzan por las calles desoladas del pueblo, la determinación crece en el corazón de Miguel. Ha regresado a su lugar de nacimiento con la intención de no solo redescubrir su pasado, sino también de ser parte de la creación de un futuro mejor. A medida que camina junto al anciano, siente que está en el umbral de una nueva aventura, una en la que él y los habitantes de Santa María trabajarán juntos para restaurar la belleza y la vitalidad de su pueblo.
Miguel aun emocionado, quiere saber quien es ese hombre; Cuando se lo pregunto, el anciano sonrió y antes de desaparecer, simple dijo; TU CONCIENCIA.
